La casa y el cuadro, Sònia Hernández

La casa y el cuadro
Ya has llegado a una edad en la que coyunturas como esta no deberían suponerte ningún enigma ni conflicto alguno. La experiencia y los conocimientos que has acumulado en todos estos años te han de servir, con creces, para poder descifrar ese mensaje. No ha de ser tan complicado. ¿Se trata acaso del código, de los términos que se manejan? Intenta reducir la situación a su significado más básico: tú ante una composición de elementos que, una vez identificados, pueden hacerte más sabia y más fuerte porque tendrás más recursos para controlar los fenómenos que constituyen la realidad.
La búsqueda de un concepto como el de espíritu –por no decir el alma, que sería tal vez un término que todavía te conduciría por vericuetos mucho más confusos– dificulta la tarea. Aunque intuyes que ocupa un lugar destacado en el mensaje que pretendes descifrar. No ignoras las trampas, los atajos, los rodeos y las perífrasis que se han utilizado a lo largo de la historia para explicarlo. Puedes enfrentarte a esa lectura porque tus ojos están sobradamente capacitados para recoger las imágenes y las construcciones, y conducirlas después hasta tu cerebro, para, una vez allí, dotar de significado a cada una de las piezas hasta construir el mensaje completo que ha de darte la información que tanto buscas.
¿Cuántos libros has leído a lo largo de tu vida? De cada uno de ellos has obtenido alguna información –el vínculo entre unas palabras y unas emociones o unos recuerdos que las traducen al código más básico y esencial: el de los sentimientos– que te ha ayudado a descifrar el mundo que te rodea. Todas esas asociaciones están dentro de ti. Recuerda cómo aprenden a leer los niños: cuatro trazos, una c, una a, una s y otra a; a ellos les evoca el dibujo infantil de una choza blanca con una ventana, un techo rojo y una chimenea siempre humeante. Ese es el proceso: a cada símbolo corresponde una imagen; y al revés también: cada imagen representa un símbolo que encierra muchos significados (recuerdos del pasado, aspiraciones del futuro, ensoñaciones, frustraciones...), por lo que se imagina que dentro de la casa se encuentra una madre amorosa que ha procurado que el interior esté bien caldeado.
Es así como se aprende a leer de verdad, llenando de un significado íntimo cada una de las palabras y de los símbolos. Por eso, a pesar de que el lenguaje sea una convención universal, para cada uno de nosotros significa cosas diferentes. Y por eso también a veces cuesta encontrar un interlocutor a quien transmitirle el mensaje que tanto necesitamos compartir. No todo el mundo puede escuchar lo que queremos decir; eso ya lo sabes. ¿Serías capaz de hablarle a alguien sinceramente de todas las ideas que te está sugiriendo esa estampa que observas sin ser capaz de descifrar del todo? ¿Podrías hablar de la sensación de angustia que te invade durante este ejercicio estéril de observación? También sucede que las palabras a veces no son suficientes para que la otra persona comprenda en su totalidad la necesidad de quien está hablando, el grito de socorro que puede estar lanzando. Sí, podría ocurrir que incluso el lenguaje sea un obstáculo, y por eso con frecuencia se inventan otros lenguajes paralelos o complementarios.
Quizá es eso o algo parecido cuanto estás experimentando ahora: que no te llega en su representación correcta el mensaje que el autor de la obra pretendía comunicar. Hemos llegado a otro concepto interesante: la presencia del creador. El mensaje, ya sea a través de palabras, de imágenes, de objetos o de música (todos estos lenguajes se conforman, al fin y al cabo, de símbolos y códigos), ha sido compuesto por un creador, aunque a veces eso se olvide porque lo único que pervive es la obra. ¿Hasta cuándo pervive la obra?
El problema del tiempo. ¿Cuánto llevas observando esa obra y sintiendo que hay algo importante en su significado que se te escapa? Si piensas en el autor, en el ser humano que hay o hubo detrás de toda obra, son otros muchos conceptos los que se deben incluir en el análisis. La metáfora de las cerezas, de las que muy raramente puedes agarrar una sin que otras muchas se hayan entrelazado. Así, toda una serie de ideas y de conceptos arrolla al pensamiento inicial. Tú todavía no has aprendido a detener la tromba de sentimientos, recuerdos, reproches y resentimientos que siempre se acaban liando con las cerezas. Son un fruto de verano y es esa una estación especialmente propicia para estas situaciones, es engañosa porque suspende al mundo en una situación que no es la real. Hoy es 20 de agosto. La palabra verano, como casa, te hacen pensar en la infancia (la cereza reina de todos los frutos dulces), a pesar de que durante muchísimos años has aprendido miles de palabras más que deberían haber reducido las primeras a apenas nada. De hecho, a veces te parece que es así, que las únicas palabras importantes son las que has adquirido a través del esfuerzo y de la perseverancia de la voluntad.
Son muchos los años en que has estado trabajando duro para que ahora este mensaje se te resista. Tal vez porque el calor de este verano enturbia tus reflejos, quizás porque te has dejado arrastrar por la cascada de evocaciones extrañas que han surgido de los sueños de esta noche. Los recuerdas casi todos, como siempre. También en el descifre de esos mensajes has sido una especialista. Jamás has dejado que hubiese ni una sola representación onírica, ni la más absurda de las pesadillas, que haya quedado sin diseccionar y sin anular. Todo bajo control. Así ha sido desde que te propusiste que nadie más excepto tú iba a influir en el desarrollo de tu vida. Sigues pensando que se trataba de una cuestión de vida o muerte. Todavía te ves como una niña prácticamente abandonada, en una casa que poco tiene que ver con el dibujo de la cartilla de leer que representaba una construcción blanca con tejado rojo, puerta abierta y chimenea humeante. Apenas si quedan recuerdos o conceptos vinculados a aquellos años, eso era lo que buscabas con tantas lecturas, con tantos libros que, por otro lado, tampoco han servido para llegar a ningún futuro satisfactorio que hubieses imaginado. Tú no habías imaginado ningún futuro. Nadie te había hablado de la posibilidad de poder hacerlo y sólo confiabas en lo que estaba escrito en los libros.
In media res. Así se te presenta ahora ese mensaje que quieres decodificar. En medio de la nada. Es decir: nada atrás y nada por delante. La explicación te parece demasiado obvia. No lo es si reparas en cada una de las palabras y de los conceptos que tratan de dibujar: un gran abismo antes de este momento, del instante de la obra, y un gran abismo después. Así siempre ha sido tu presente: acumulando palabras que llenen el ahora para que lo que ha habido antes quede bien cubierto, innumerables capas de abstracciones, invenciones, ensoñaciones, reproches y lamentos que cubran la escoria –la materia sobrante y carente de valor– de lo que ha habido con anterioridad. De tales ímprobos esfuerzos, por tanto, sólo puede darse una absoluta incapacidad para mirar hacia adelante, para pensar que realmente el futuro existe, que habrá días que vendrán. In media res. Así es también esa imagen que tratas de comprender, sin poder saber de dónde viene, cómo era antes, por qué la idea del cansancio está tan presente; y, a la vez, sin la posibilidad de atribuirle un futuro. Sin predicciones ni presagios. Sólo presente. Como un camino circular que empieza y acaba en el mismo sitio, pero que a cada vuelta se va degradando y difuminando hasta desaparecer.
Por supuesto que hay una lección útil detrás de todos esos conceptos que ahora te parecen imposibles de comprender. Y cuando des con la clave, con la palabra o con la idea que, como llave prodigiosa, abra la puerta, será como presenciar el momento de la irrupción de la luz en una estancia oscura que, como si se tratase de un alumbramiento, revela la existencia de miles de objetos, todos útiles y dispuestos en su lugar correcto. La luz va a mostrar una habitación ordenada igual que un universo en el que cada elemento tiene su función y ocupa un lugar determinado, como en un engranaje que se dirige a algún lugar.
Y esa palabra va a aparecer, como cuando das con la idea que sirve para comprender todo un cuadro y toda la obra de un creador que, pintase lo que pintase, un bodegón o una Virgen, no estaba sino reflejando su mundo. Cuando sabes las palabras mágicas (y tú has aprendido muchas), puedes entender a quién pertenecían los ojos melancólicos de las madres de los dioses, o por qué había una manzana en el suelo que quebrantaba el orden minucioso en la disposición de las frutas del bodegón.
Hace falta una palabra, la clave, Camila, para entender esa creación ante la que estás a punto de sucumbir a pesar de haberle dedicado tanto tiempo y tanta energía. De todas maneras, cabe otra posibilidad que hasta ahora no has contemplado. Si no consigues dar con el código que te permita comprender esa imagen, siempre puedes inventar otros muchos significados. Para eso también sirve el silencio, que es, a la vez, la negación y la posibilidad eterna del lenguaje. Todo puede acabar en el silencio, pero a la vez también todo puede surgir de él. Puedes inventar el mundo que quieras. Puedes hacer cuanto quieras porque estás viva y porque sólo tú eres el creador. Así que vuelve al espejo, vuelve a enfrentarte a esa imagen que no consigues comprender y encárate a ella, otra vez, pero con una voluntad diferente y con palabras nuevas.
Sònia Hernández, La casa y el cuadro.(Fuente:  http://www.enriquevilamatas.com/escritores/escrhernandezs1.html)

Sònia Hernández


El triste, Arturo del Hoyo

El triste
Comí de las ciruelas, porque no dijeran. Reían, y yo también me puse a reír, aunque mi corazón de niño estaba triste. Salté, ellos saltaban, y tiré cosas por el balcón, ya que a ellos les gustaba hacerlo. Luego jugamos en el pasillo, si bien yo hubiera preferido ver cómo jugaban los otros. Más tarde dijeron: «Vamos a jugar a la oca». Y cuando estuve sentado, la silla, que estaba rota, me hizo rodar por el suelo.
Reían la broma con grandes risas y me miraban con los ojos congestionados por aquel triunfo. Yo, en el suelo, reí con ellos, aunque mi corazón de niño estaba triste».
 Arturo del Hoyo, El triste.


Arturo del Hoyo

La muñeca hinchable, Javier Tomeo

La muñeca hinchable
Cuando le abandonó su muñeca hinchable, mi amigo pensó que su soledad ya no tenía remedio y se sintió el hombre más infeliz del mundo.
—Fue hermoso mientras duró —me confiesa esta mañana, con los ojos llorosos—. Ni una sola recriminación, ni una sola palabra más alta que otra. Lo nuestro fue, sobre todo, un dulce monólogo.
—Dime —le pregunto—, ¿quién fue, en ese monólogo, el único que hablaba?
—Ella —reconoce.
—Pues no me extraña que al final se fuese con otro —le digo—. El silencio acaba aburriendo a cualquiera.
Continuamos paseando por el parque de Z. y al cabo de un rato nos sentamos en un banco recién pintado de verde limón. De un tiempo a esta parte no resulta fácil encontrar un banco en esas condiciones.
—Lo que más me fastidia —sigue confesándome— es que cuando me vaya al otro barrio, no dejaré en este mundo una esposa que me llore. No habrá nadie que se tome la molestia de incinerarme para conservar mis cenizas en un jarrón de porcelana checoslovaco.
Y después de decirme esas tonterías no añade nada más. Le conozco bastante bien, puede que no vuelva a despegar los labios en todo el día. A partir de este instante tendré que adivinar sus pensamientos por su forma de resoplar por la nariz.
Javier Tomeo,  La muñeca hinchable.

Javier Tomeo

Luna pálida, Manuel Moyano

Luna pálida
Tras contemplar el delicado paisaje que se extiende más allá de su ventana, el emperador remoja el cálamo de su pluma en el tintero y escribe: "Bella flor de loto bajo la luna pálida". Mientras relee su propia composición, una sutil lágrima se desliza por su mejilla y cae sobre el fino papel de arroz. Lo seca cuidadosamente con la manga de su túnica. Poco después, comprueba que queda suficiente tinta en el cálamo y firma con elegante trazo la sentencia a muerte de quince campesinos que esta mañana osaron pedir una reducción de tributos a las puertas de palacio.
Manuel Moyano, Luna pálida (Teatro de ceniza).

Manuel Moyano